The M Circle

Si tuviera que describir las circunstancias bajo las que conocí al viejo Nibaldo, más bien tendría que decir con sinceridad que nunca lo conocí. Aquel encuentro, palabras dispersas, comentarios risueños que emitía con su bigotón de hombre antiguo y su dentadura dilapidada. Pude saber algo de su vida a través de las historias que le gustaba contar: las mujeres,  ocupaban un lugar central en sus conversaciones al igual que sus experiencias de marino. Le gustaba decir que había trabajado al salir de Chile, “bajo bandera sueca”, aunque insistía en que la mejor época de su vida había sido trabajando con los griegos. De griego y de sueco no sabía ni una palabra, pero supongo que en los buques mercantes tendrían algún sistema para comunicarse las tareas mediante señas, o un lenguaje técnico oficial. Me contó que era de Valparaíso, y que llevaba unos veinte años viviendo sin papeles en los EEUU.

Después de que fuera despedido del restaurante donde trabajábamos, en la tercera semana de su apertura, no lo volví a ver hasta  ese día. Habían pasado unos meses, y cuando me vio apenas me reconoció. Ahora estaba bien, haciendo de cuidador en un lugar de museo abierto. Estaba parado en la reja de entrada, junto al cartel de No trespasing. Yo pasaba por ahí casualmente, porque había ido con un compañero a chequear una posibilidad de trabajo en un sitio de construcción cerca del río M. Debo decir que lo reconocí desde arriba, porque estaba pasando un barco, y el puente se encontraba levado; fue entonces cuando baje a saludarlo. El viejo, una vez que cayó en cuenta de que me conocía, quizás hasta se alegró, pues lo más probable es que en su tarea de guardián tuviera poco chance de hacer charla con alguien.

Le comenté  que el negocio estaba malo, y que lo más probable era que a mí y a otros nos despidieran pronto. Me invitó a pasar al otro lado de la reja. La verdad es que yo no tenía la menor idea de que ese lugar existía, y menos aun de que era un sitio arqueológico. Había visto de lejos la gran estatua del indio, que posa con su arco tenso y apunta hacia algún lugar perdido en el cielo. Luego, al subir el puente, logré identificar unas estampas, que empotradas en la pared, evocan la presencia fantasmal de ciertos animales prehistóricos, antiguos habitantes de la desembocadura…

A ambos lados del cauce, se alzan unas moles de concreto de factura ultramoderna y horripilante, que contrastan con lo reducido y cercado de este  pedazo de tierra. Un césped intensamente verde cubre todo el lugar. El viejo tenía una silla plástica ubicada a la sombra bajo un toldo improvisado. Sobre el horizonte,  la luna llena parecía extraviada en el brillo moribundo del ocaso; como un sol pálido cuya luz no alcanzaba a cegarle a uno los ojos. Un radio funcionaba a bajo volumen.

Me pregunto por el jefe, “ese conchesumadre del Mario…”, decía que lo había echado así nomás sin avisarle, de un día para otro…, “y el chupamedias de Roly, haciéndole las compras al tipo pa’ hacerse el buen trabajador, y  no sabe na’ que al otro lo único que le importa es su ganancia,…. Después le pegan la pata’ , ¿y de que le sirvió lamer tanto culo?”

Yo asentía con la cabeza mientras Nibaldo arremetía contra todo el staff de Sabores Café: que si el cocinero lo único que sabía hacer era hablar de cuando estuvo en el army; y la señora de los cafés que siempre se metía en todo… “El único que se salva es Danilito, el veracruzano que friega los platos…”

El viejo se replegó en su asiento como un caracol que se refugia en su concha y me ofreció cerveza. Bebí en silencio. El puente ya había bajado y el tráfico se había reestablecido sobre nuestras cabezas. Desde allí abajo, parecía como si todo el sistema  amenazara con devorarse lo poco que quedaba de ese lugar, reduciendo la historia a un fetiche carente de sentido que no justificaba nuestra presencia sobre la tierra; algo intrínsecamente ajeno a nuestra voluntad, cuya fuerza desproporcionada porfía en   recubrir la superficie habitable de bloques de concreto y esqueletos de acero; que avanza sigilosamente, ciñéndose alrededor de nuestros cuellos…

La noche cayó. Me acorde de la flaca y de que no había hablado con ella en todo el día. Me despedí del viejo y comencé a caminar rumbo al Authority Center. Al pasar por delante del Café, cogí una piedra y se la tiré a una de las ventanas que daban al Boulevard. El vidrio se trizó, pero se mantuvo en pie. Pensé en terminar la tarea y echarlo al suelo completamente, pero ví unos carros aproximarse en mi dirección y desistí en el acto pensando que de todas maneras tendrían que cambiar el panel.

***

A la mañana siguiente me levanté y ya estaba quince minutos tarde para el bus y la caminada. Entré corriendo por la puerta y casi derribé al pasar a una señora de edad que se encontraba en medio de las dos hileras de mesas. El local estaba repleto. Sentí en el cuerpo una oscura mezcla de intolerancia y resignación. Casi cinco minutos después aun trataba de hallarme en el espejo, la conciencia perdida, y la sensación de estar bajos los efectos de una desconexión que me sorprendía de súbito, ubicándome en  otro lugar mas allá de las paredes y de las mesas, del olor a bacon con huevos de los desayunos y las siete horas restantes de trabajo. Golpearon la puerta del baño. Salí arreglándome la franela y el cinturón,  para encontrarme con la carota rubicunda y repugnante de Roly:

– Dice Mario que vayas a la oficina que quiere hablar contigo…